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Uno de los tantos temas que los políticos a nivel nacional pasan por alto en épocas de campaña y sobre el cual es menos probable que se pronuncien —en la práctica no lo han hecho desde la década de 1980— es el de la política pública contra las drogas. Un debate real sobre los costos y beneficios de nuestras políticas actuales es casi imposible de encontrar en el contexto político actual.

Pero el país asume graves riesgos si sigue ignorando el tema.

Dentro de Estados Unidos, la llamada “guerra contra las drogas” ha sido un factor determinante en el crecimiento desproporcionado de nuestra población carcelaria, entre la cual hay numerosas personas que cumplen condenas prolongadas por delitos relativamente menores. Mi colega Jamie Fellner de Human Rights Watch señaló anteriormente en The Huffington Post que Estados Unidos ha destinado cientos de miles de millones de dólares a detener y encarcelar a quienes cometen delitos vinculados con drogas, incluidas millones de personas cuyo único delito era la posesión de marihuana.

Una enorme proporción de quienes se encuentran en prisión son personas de color. Human Rights Watch ha documentado en detalle datos contundentes que muestran una persistente y profunda disparidad racial en la detención y el encarcelamiento de personas por delitos vinculados con drogas. Las proporciones de personas afro-americanas y de personas caucásicas que cometen este tipo de infracciones es similar, pero la posibilidad de que los hombres negros ingresen a prisiones estatales por cargos relacionados con drogas es diez veces superior a la de los hombres blancos. El impacto que esta tendencia tiene sobre la población negra en general es devastador.

Mientras tanto, las organizaciones delictivas y los grupos armados que durante décadas han aterrorizado a la población en lugares distantes a los EEUU, como Colombia o Guatemala, continúan operando, financiados con los fondos aparentemente ilimitados que genera el comercio ilegal de drogas. Estados Unidos ha destinado millones de dólares a fuerzas militares en el extranjero para contrarrestar el tráfico de drogas, pero las organizaciones delictivas siguen teniendo un enorme poder que les permite corromper, intimidar e incluso asesinar. A su vez, miembros de estas fuerzas militares extranjeras con frecuencia han estado involucrados en graves violaciones de derechos humanos. Yen ocasiones, incluso trabajan en complicidad con esas organizaciones.

En Colombia, por ejemplo, un país que muchos funcionarios estadounidenses habitualmente presentan como un modelo exitoso, casi un tercio de los miembros del Congreso han sido investigados en los últimos años por haber colaborado con mafias paramilitares vinculadas con el narcotráfico. Cada año, decenas de miles de colombianos continúan siendo desplazados por grupos armados. En México, donde en los últimos seis años se ha intensificado la “guerra contra las drogas”, la seguridad personal se ha deteriorado drásticamente y la tasa de homicidios se ha disparado--desde 2007, se han producido más de 60,000 muertes vinculadas con el narcotráfico. El gobierno mexicano atribuye muchas de esas muertes a los carteles de las drogas, que regularmente realizan demostraciones públicas de violencia, como cuando exponen los cuerpos mutilados de sus víctimas colgándolos desde puentes en carreteras, con el propósito de infundir el terror. Sin embargo, las mismas fuerzas de seguridad —que han recibido importantes recursos de Estados Unidos— también han cometido numerosos abusos, como torturas, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, tal como fue documentado recientemente por Human Rights Watch.

También se manifiestan problemas similares en otras regiones del mundo que Estados Unidos considera importantes para su seguridad, como Afganistán, donde caudillos y grupos armados, incluidos los talibanes, obtienen formidables ganancias de las drogas ilícitas.

El gobierno de Obama ha modificado, de manera limitada, algunos aspectos del discurso oficial en torno a las drogas. Y las reformas legislativas federales recientes que apuntan a reducir las disparidades en las penas por distintos tipos de delitos vinculados con la cocaína (que a su vez habían contribuido a disparidades raciales) constituyen un paso positivo.

Otros gobiernos y líderes mundiales han comenzado a dialogar más abiertamente sobre los costos del paradigma actual, tanto para los derechos humanos como en otros términos. De hecho, han sido los presidentes de Colombia, México y Guatemala —países donde más duramente han repercutido los costos negativos de la política contra las drogas— quienes han reclamado que se inicie un debate sobre la posibilidad de despenalizar o legalizar la cocaína. Brasil, por su parte, está evaluando despenalizar el consumo personal de drogas. Y Uruguay, donde el consumo personal nunca fue penalizado, está avanzando hacia un sistema que admita algún tipo de legalización y reglamentación de la venta de marihuana.

La Comisión Global de Políticas de Drogas, integrada por varios ex presidentes latinoamericanos y otros destacados miembros como el ex secretario de estado de los Estados Unidos George Schultz y el ex alto representante de la Union Europea Javier Solana, también ha instado a “romper el tabú” y ha alentado a los gobiernos a poner a prueba estrategias alternativas sobre drogas. No todo el mundo está de acuerdo en torno a la forma adecuada de proceder en materia de políticas sobre drogas, pero al menos algunos líderes y gobiernos están debatiendo el tema abiertamente. Los legisladores estadounidenses pueden tener grandes desacuerdos acerca de si políticas diferentes tendrían un impacto positivo sobre los derechos humanos y los intereses de Estados Unidos. Sin embargo, hace ya tiempo que Estados Unidos necesita iniciar un debate serio en torno a la política sobre drogas y sus consecuencias, tanto financieras como para los derechos humanos. El país debería emprender esta tarea de una vez.

Maria McFarland Sánchez-Morenoes directora interina del programa de Estados Unidos de Human Rights Watch.

  

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